Día 15/01/2015 - 13.15h
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Bajo la excusa de que habían instigado el Motín de Esquilache, el Rey inició una persecución contra ellos. El voto de obediencia inquebrantable hacia el Papa y el dinero de la desamortización de sus bienes estaban tras la decisión
La expulsión de los jesuitas del Imperio español en 1767, una medida firmada por Carlos III
dentro del ambiente hostil hacia esta orden religiosa en la
Ilustración, sacudió profundamente la Cristiandad. Al fin y al cabo, la
Compañía de Jesús –la mayor orden masculina católica en la actualidad–
estaba fundada por españoles y muy vinculada a la historia de nuestro
país, desde la Contrarreforma a la evangelización de América.
Las razones oficiales para justificar la deportación achacaban a los
jesuitas haberse enriquecido enormemente en las misiones, haber
intervenido en política contra los intereses de la Corona y hasta
perseguir el asesinato de los reyes de Portugal y de Francia. Eran mentiras o, en el mejor de los casos, exageraciones para ocultar una respuesta aún más sencilla: se habían convertido en unos intrusos de su propia casa.
El día 15 de agosto de 1534, Ignacio de Loyola, un antiguo militar y consejero de Carlos I destinado a convertirse en santo, juró junto a sus siete seguidores más fieles en Montmartre (París)
«servir a nuestro Señor, dejando todas las cosas del mundo». Después de
los votos de Montmartre, se incorporaron al núcleo tres jóvenes
franceses y se dirigieron en peregrinación a Jerusalén, que no pudieron
alcanzar debido a la guerra entre Venecia y el Imperio Otomano.
Por esta razón, el grupo se dirigió a Roma, donde fundaron tras largas
reflexiones la Compañía de Jesús, que fue aprobada el 27 de septiembre
de 1540 por Paulo III, quien firmó la bula de confirmación «Regimini militantis ecclesiae».
Francia declaró ilegal la orden debido a un asunto de malversación de fondos
Los regalistas contra los jesuitas
La actitud inflexible de los defensores de los derechos de
la Santa Sede contra los regalistas (los defensores de los derechos
privilegiados de la corona en las relaciones con la iglesia) fue la causa de fondo de todas las disputas que acontecieron a los jesuitas. En 1759, el Reino de Portugal encerró en el calabozo a 180 religiosos en Lisboa y expulsó al resto acusando a la orden de instigar un atentado contra la vida del Rey.
Tres años después, en 1762, Francia usó el mismo argumento y declaró su
ilegalidad a raiz de un caso de malversación de fondos, en el contexto
de la polémica entre jesuitas y jansenistas (otro movimiento religioso promovido por el obispo Cornelio Jansenio durante la Contrarreforma).
En efecto, la doctrina del regicidio que se atribuía a toda la orden, aunque solo la había defendido el Padre Mariana en su tratado «De Rege»,
fue enarbolada siempre para justificar sus expulsiones y otorgó la
hostilidad hacía la Compañía de los grandes filósofos ilustrados como Voltaire o Montesquieu y de muchos soberanos católicos. Uno de ellos fue Carlos III de España,
quien compartía desde la infancia el recelo de su madre, la Reina
Isabel de Farnesio, sobre las intenciones de esta orden religiosa.
Pese a que los jesuitas habían ejercido un papel destacado durante los reinados de la dinastía Habsburgo, cabe recordar que Carlos I era amigo personal de Ignacio de Loyola, su auténtica ascensión «política» se produjo con la llegada de los Borbones a la Monarquía de España. Así, tanto Felipe V como Fernando VI tuvieron confesores jesuitas, el Padre Daubenton y el Padre Rávago, respectivamente. Sin embargo, la caída de la Compañía de Jesús comenzó a gestarse poco después, en 1754, cuando la caída del marqués de la Ensenada
–todopoderoso ministro de Fernando VI y amigo de los jesuitas– dio como
resultado la llegada al poder de un gobierno significativamente
anti-jesuítico. Uno de los hechos más ruidosos en los primeros meses del
nuevo ministerio fue la exoneración de Francisco de Rávago como confesor real.
Carlos III compartía el recelo de su madre Isabel de Farnesio hacia esta orden religiosa
Acusados sin pruebas del Motín de Esquilache
Durante el Motín de Esquilache, la multitud asaltó la casa de Esquilache, el secretario de Hacienda, y se congregó en el Palacio Real. Allí, la Guardia Real tuvo que intervenir para restablecer el orden con un resultado de cuarenta muertos.
El desencadenante de la protesta había sido un decreto impulsado por el
marqués de Esquilache que pretendía reducir la criminalidad y que
formaba parte de un conjunto de actuaciones de renovación urbana de la
capital –limpieza de calles, alumbrado público nocturno, alcantarillado–. En concreto, la norma objeto de la protesta exigía el abandono de las capas largas y los sombreros de grandes alas,
ya que estas prendas ocultaban rostros, armas y productos de
contrabando. No en vano, el trasfondo del motín era una crisis de
subsistencias a consecuencia de un alza exagerado del precio del pan.
Nada, en cualquier caso, que pudiera llevar a la Compañía de Jesús a
implicarse en un complot.
El fiscal del Consejo de Castilla Pedro Rodríguez de Campomanes
–un declarado antijesuita– fue el encargado de investigar las causas
del motín. El fiscal encontró evidencias de la participación de algunos
jesuitas en la revuelta y las empleó para montar –«con frases sueltas,
hablillas y chismes»– una causa general contra la Compañía de Jesús. Por
supuesto, Carlos III no desaprovechó la ocasión, y atacó con
contundencia a un grupo religioso que representaba la máxima oposición
al regalismo. Esta doctrina política, que defiende el derecho del estado nacional a intervenir, recibir y organizar las rentas de sus iglesias nacionales,
chocaba frontalmente con la absoluta lealtad de los jesuitas hacia el
Papa, lo que llevó a sus detractores a calificar a la orden como «un estado extranjero dentro de otros estados».
Así, lejos de la tesis romántica de que la medida fue tomada para permitir el triunfo de las luces sobre el fanatismo representado por los jesuitas o la teoría del historiador Menéndez y Pelayo
de que fue el fruto de una «conspiración de jansenistas, filósofos,
parlamentos, universidades y profesores laicos contra la Compañía de
Jesús», la Corona española ejecutó la orden con la intención de
reafirmar su control estatal sobre la iglesia española. La decisión,
además, venía acompañada de la correspondiente desamortización de sus bienes que el estado administró como creyó oportuno, en muchos casos cediéndoselo a otras órdenes religiosas.
Carlos III amplía la persecución
Con gran sigilo, en la madrugada del 2 de abril de 1767, las tropas reales acudieron a las 146 casas de los jesuitas y les comunicaron la orden de expulsión contenida en la Pragmática Sanción. Fueron deportados de España 2641 jesuitas y de las Indias 2630. Los primeros fueron acogidos inicialmente en la isla de Córcega, perteneciente entonces a la República de Génova. Y el Papa Clemente XIII se vio obligado a admitirlos en los Estados Pontificios cuando los franceses tomaron la isla de Córcega.
Clemente XIV suprimió la Compañia y decretó la conversión de los jesuitas en clero secular
Casi medio siglo después, en el contexto de la Restauración de 1814, el papa Pío VII emitió la bula «Solicitudo omnium Ecclesiarum», que restauraba la Compañía de Jesús. En España, el nieto de Carlos III, Fernando VII, autorizó inmediatamente su vuelta.
Fuente: abc.es
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